Pasaron sólo 14 meses de aquel 0-2 con Rafaela en cancha de Racing. De ese mazazo que prometía otro ciclo de sinsabores surgieron unos cuantos interrogantes, limítrofes con el revisionismo. Aquellos eran los albores del Racing Positivo. Nada sería igual después de esa derrota, de las más injustas que se recuerden en el Cilindro. Por primera vez nos levantamos de la lona ya no para aguantar hasta el último round sino para romperle la cabeza al destino.
Un año y medio. 69 partidos. 40 triunfos. 14 empates. 15 derrotas. 65% de efectividad, la más alta que haya logrado un entrenador de La Academia. Diego Cocca se encontró con aquel Racing y no intentó cambiarlo. Su obra fue la de un restaurador. Paciente y minucioso encontró el brillo olvidado debajo del castigo que generó el paso del tiempo. Su adaptación a la vida del club, a su historia, llevó algunos meses pero fue precisa: en algunas declaraciones pareció conocernos de toda la vida. Fue un sociólogo y nosotros su objeto de estudio.
El primer partido en el Cilindro, nada menos que un clásico ante San Lorenzo, fue muestra gratis de lo que vendría. La histeria de las tribunas contrastó con el ritmo paciente y continuo de un equipo que tocaba buscando los espacios y parecía jugar con tapones en los oídos. Contracultural, Cocca mostraba cuál sería el signo de los nuevos tiempos.
En medio de acusaciones y de un inicio verbal errante, Racing forjó una identidad y Cocca logró que el equipo supiera pronto a qué jugaba. Cuando eso sucede el estilo puede gustar o no, pero el trabajo del entrenador está hecho.
Nos encontramos con un hecho inusual en nuestra historia contemporánea: supimos a qué jugábamos cada vez que lo hacíamos. Recuperamos una autoestima olvidada y dio lo mismo que enfrente estuviera Olimpo o Boca. Y cuando las lesiones, el desgaste y la baja en los rendimientos individuales aparecieron, el Cilindro se transformó en nuestra trinchera.
Y ningún jugador se la creyó. Y ninguno se enojó. Y todos fueron para el mismo lado. Y si hubo algún quilombo quedó en el vestuario. Este proceso deja mucho más que un título y dos clasificaciones consecutivas a la Libertadores. Muestra que la histeria, el autoboicot y el derrotismo tienen cura. Siempre hicimos alarde a nuestra enfermedad, una autoinmune que con un par de síntomas divertidos disfrazaba su avance destructivo.
Hoy nos toca despedir a un técnico con dolor, con un nudo en la garganta. Se va el mejor que conocí, el restaurador. Pero hasta las partidas son diferentes: esta vez el futuro seduce. Hay cosas que cambiaron para siempre.
Nicolás Saralegui
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